Vino: La proximidad del paisaje

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Guillermo Cruz
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vino

En estos tiempos en los que se ha puesto el foco, como nunca, en el llamado "kilómetro 0" o producto de cercanía, podemos tener cierta tendencia a perder la perspectiva realista de que este concepto no es algo innovador ni vanguardista, sino que es el mayor reflejo de una regresión al pasado, a nuestro legado, del que a veces nos olvidamos y no ponemos en sufi ciente valor.

Como un ciclo natural, cada generación quiere aportar algo nuevo a lo recibido de su predecesora. En el mundo del vino, los cambios de generación encuentran un caso paradigmático en Borgoña, lugar en el que son habituales los ejemplos de transmisión de legados en los que al pasar de padre a sucesor encontramos cambios de estilo que, para bien o para mal, se dan frecuentemente. En ocasiones, estos cambios implican una pérdida de un fondo de conocimiento acumulado que, con el paso de los años, se busca recuperar, ya que entendemos que la experiencia es ese talento que se gana con la constancia y el esfuerzo.

Cierto es que la amplitud de miras nos ha hecho evolucionar, tanto a nivel gastronómico como en el mundo del vino. Los viajes en busca de conocimiento nos aportan las herramientas indispensables para llegar a la excelencia, aunque pienso que esto, al igual que la vida misma, no es otra cosa más que un viaje de ida y vuelta. La ida, para conocer, adquirir criterio y rellenar nuestra despensa -sólida y líquida-, de nuevas ideas y creatividad. Pero también de vuelta porque debido al conocimiento acumulado empezamos a poner en valor lo que tenemos cerca: nuestro entorno, buscando la magia de nuestro paisaje

"El paisaje es memoria. Más allá de sus límites, el paisaje sostiene las huellas del pasado, reconstruye recuerdos, proyecta en la mirada las sombras de otro tiempo que solo existe ya como refl ejo de sí mismo en la memoria del viajero o del que, simplemente, sigue fi el a ese paisaje". Así describía Julio Llamazares en una de sus estrofas el paisaje.

Unas bonitas palabras para hablar de la singularidad de lo cercano. En el mundo del vino también se percibe una vuelta a la esencia, una mirada pausada y refl exiva hacia atrás, lección aprendida a lo largo de éxitos y decadencias. Es un ciclo casi natural, en el que el propio movimiento entre ambos estados se convierte en un instrumento creativo, una inspiración; el éxito pasa a transformarse en un recorrido y la decadencia se redefi ne para pasar de una situación peyorativa a todo un nuevo éxito.

Cuando el éxito comienza, la maquinaria de este ecosistema de singularidades líquidas, congregadas en muy pocos kilómetros, se pone en marcha. En esas épocas efervescentes se transforman los estilos, se busca una vuelta de tuerca más, la modernidad de un legado centenario. Esa reinvención, siendo honesto y fi el con las raíces, es algo casi sagrado que mantiene la identidad presente y la llama de la imaginación viva. Se entrelazan el clasicismo y el modernismo más rompedor.

Ese movimiento pendular entre el éxito y la decadencia hace que, cada cierto tiempo, languidezcan ciertos estilos que han sido importantes, mientras que resurgen otros estilos que se recuperan en una relectura de lo ancestral. Ese constante movimiento entre la luz y la oscuridad ayuda a poner en valor la diversidad que se esconde entre las bodegas. En el mundo del vino ese nuevo éxito quizá consista en volver a dar valor a las variedades ancestrales.

Hubo un tiempo en el que gran parte del país se inundó de variedades consideradas "mejorantes". Quizás por ese deseo de “internacionalización” o quizás por simple experimentación, la mayor parte de ellas, provenientes de Francia, como la Cabernet Sauvignon, Merlot, Petit Verdot, Syrah, Sauvignon Blanc, Chardonnay, etc., trajeron consigo la consecuente denostación de las variedades que siempre estuvieron ahí. Hay vinos maravillosos hechos con variedades foráneas, yo mismo disfruto de vez en cuando de algunas de estas botellas donde la sensibilidad de los productores está latente, sin embargo, con botellas elaboradas con variedades autóctonas me conmueven, me hacen viajar sin viajar y consiguen transportarme a un territorio en ocasiones muy lejano.

Cierto es que en muchas ocasiones se habla del concepto “terroir”, asociado con la expresión del terruño, pero creo que es mucho más emocionante el concepto de “la expresión del paisaje”: un clima, un suelo y una variedad que siempre estuvo ahí, cuando la conexión ser humano-naturaleza llega a su máxima expresión y estos tres factores se alinean de una manera singular. De ahí surge el alma de los vinos, esa alma que no se puede tocar, pero sí sentir.

Hay ejemplos como los Super Toscanos, en la Toscana, una de las zonas más clásicas del mundo, reino de la Sangiovese, en los que algunos productores como Sassicaia (Tenuta San Guido, 1968 primera añada) o Tignanello (1971 primera añada), hartos de los corsés de las DOC y DOCG, deciden desclasifi carse a Vinos de la Tierra. Su objetivo fue elaborar vinos grandiosos a base de Cabernet Sauvignon y Cabernet Franc (en el caso de Sassicaia) o mezclando la Sangiovese con Cabernet Sauvignon (en el caso de Tignanello). Estas dos referencias, sin duda, son algunos de los mejores vinos del mundo y aunque me encantan estas dos elaboraciones reconozco que me emociona más una botella de Brunello di Montalcino, también en la Toscana elaborado con la variedad autóctona de la zona Sangiovese (Brunello).

España es un país que tiene un Parque Jurásico de variedades autóctonas y creo que aún hay trabajo por hacer a la hora de llevar a la máxima expresión algunas de nuestras uvas, desarrollando todo su potencial. Es, en cierta forma, volver a recuperar esa incomodidad para crecer. Quizás una parte creativa en estos momentos pueda ser la de investigar sobre antiguos clones, recuperar variedades perdidas.

La incomodidad es una potente herramienta creativa y un instrumento para echar un pulso a los límites de cada uno. En el mundo del vino, la incomodidad puede ser sinónimo de volver a aterrizar en lugares cercanos y no conformarse con lo que uno sabe, sino adentrarse en toda una cultura, entender su técnica y asumir el reto de preservar la tradición desde una mirada novedosa.

Hace unos dos años conocí a una entrañable pareja de amigos de toda la vida, de nombre Tino y Secundino, y me he dado cuenta que he aprendido a aprender: a escuchar atentamente para descubrir el verdadero significado del entorno, de lo realmente importante; a disfrutar de la sencillez que es donde está la verdadera excelencia.

Espero el momento de verlos juntos para guardar silencio, poner el oído y el alma, para comprender y aprender lecciones de las que ya no pueden leerse en los libros, aquellas que rememoran un pasado que debemos conocer, ya que ese será el sendero para crear un futuro mejor. Escuchar relatos de un pasado asociados con la cultura del vino, los antiguos lagares, donde se mezclaban las uvas de todos para elaborar vinos más uniformes. Un pasado en el que las botellas casi no existían y sí los cántaros (16 litros), que simbolizaba un vino sin elitismo, pero sí cargado de mucho amor y dedicación.

Un pasado en el que se bebía en porrón, donde el vino de todos era compartido. A veces no somos conscientes de lo que tenemos cerca, y de nosotros depende hacerlo bello. Somos afortunados porque recogemos un legado precioso, así que en nuestras manos está darle continuidad e, incluso, mejorarlo desde el respeto y con la maravillosa magia del mundo del vino y sus gentes como herramienta

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Guillermo Cruz