Fundida en negro, un encantamiento con la Gastronomía Mexicana

Creado: Dom, 10/11/2013 - 23:26
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Por: Fernando Huidobro Rein, Presidente de la Academia Andaluzade Gastronomía y Turismo
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Fundida en negro, un encantamiento con la Gastronomía Mexicana

Ante mí, la perspectiva de cruzar la negra mar profunda para volver a México, me trae recuerdos de los negros ojos de sus gentes, del negro color de la obsidiana, el basalto y la negra piedra volcánica, del mole negro, poblano de guajolote, de los negruzcos ajís, del negro chocolate negro o el café, del tizón de maíz o huitlacoche, del negro caldo de los negros frijoles y lentejas, de las tortillas negrillas, del rábano, el ajo y el nabo negros, de la negra sangre de las almejas o las patas de mula y de la negra zarzamora.

Todos los colores vivos y miles de México se me agolpan en la pantalla de mi mente rememorante y se funden en negro avivando la negra semilla sagrada que la gastronomía mejicana dejó sembrada en mí.

El aguacero negro del Popol-Vuh caído durante los muchos días previos a este nuevo viaje, la ha hecho recrecer en la distancia para que esta nueva intentona sea la definitiva en mi formación en La Negra Gastronomía de México. Pensando en ella y en nuestros primeros abuelos comunes, recreo mi anterior estadía.

El Zócalo, Plaza de la constitución, a unos pasos del Templo Mayor Azteca y su negra roca, corazón oradado de la muy gran Ciudad de México, día 15, El Grito, una tremenda síntesis, conmemoración de los 200 años de su independencia ante/frente al Reino de España, 500 desde la conquista de Cortés. Multado sólo yo me siento, como español, por la multitud que me rodea mientras desconoce e ignora soberanamente mi paranoica sensación mestiza de culpabilidad y orgullo.

Una gran plaza abierta en la que había olor a existencia antigua y actual, a sudor inmediato y a sangre anterior. Un olor a gran sol descubierto e intemporal. Bajo él y los trece cielos me encontraba yo, sólo como uno entre la muchedumbre una también.

Un gran viento pasaba su mano sobre nuestras cabezas, su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba. En ese instante cayó sobre mí un nuevo viejo mundo, descomunal historia continuada, rota a pedazos e intervalos por el devenir de culturas entre guerras, unida y recompuesta por una lengua común diversa, que nos iguala a todos en el mismo plano.

Sol, viento y mano grandes del poema “En la plaza” de Vicente Alexandre que abstraían mi pensamiento, me reconfortaban en mi inquietud desnortada y desconcertada y me animaban a no quedarme en la orilla patidifuso, a lanzarme, a arrasarme en la dicha de fluir y perderme, y encontrarme entre el movimiento inmanente con el que el gran corazón de los mejicanos palpita extendido.

Qué hermoso sería poder sentirse entre los demás como uno más, impelido, mezclado, humilde y vivo. ¡Cuán hermoso sería!. Sin embargo allí estaba, apesadumbrado, inmóvil, temeroso e impresionado.

Mirando arriba, de frente al gran sol de mediodía, brindábale mi gran incapacidad y frustración por toda insolencia y pedíale a chillidos la mediación de alguno de sus dioses. Extasiado y ciego bajo el hechizo de su esencia. Encomendado a sol, dios y hombres.

Así permanecí por un largo lapso, inmutable, perdida casi la noción de tiempo y espacio, en el borde funambulístico de una verdadera quietud terrenal y un trascendental e imaginario duelo al sol. No pude con El, me mató, derritió mis enceradas alas y me devolvió a mi insignificancia habitual.

Al agachar la cabeza devolviéndola a su normal posición, de vuelta a la experiencia, a vueltas con mi existencia sensorial, mis ojos aún cegados vislumbraron una reunión de todos los colores, una negra mancha resplandeciente enrededor, algo así como un holograma que tornó en silueta humana plantada de cara a mí y que sin darme chance ni respiro me habló sin más: “¿qué hay de nuevo viejo? ¿me llamó?, soy Tlazoltéotl, diosa de las pasiones y la carnalidad, estoy aquí para perderle. Sígame, déjese llevar. ¡Vamos! No se me quede ahí como un pasmarote, ándele, no se me raje. Que eso de la poética está pero que muy requetebién, pero necesita de fuertes arreones a la hora de ponerse uno en marcha”.

Me metió del tirón en la primera cantina que a mano tuvimos y de un golpe me hizo beber unos reposados de Casa Dragones, ¡ay que macho!, que me acercaron “a caballito” a la cercana plaza de Garibaldi y de los mariachis, a chocarme con sus sombrerotes y sus guitarrones, a oír sus rancheras y sus altas voces, su cantarín acento, a sonreír envalentonado, a atreverme a charlar con los guates, a relajarme y dejarme llevar por ese beber de una vez pa todo el año.

Y así anduve dejándome ver, dejándome querer, gustándome, recreándome en mi suerte entre Coronas y tequilas, platillos, tacos y botanitas hasta la madrugada, entre tragos, mujeres que toman como hombres y vivas a México. Después sólo recuerdo la negra luz de mi habitación y de mi imaginación. Fundido en negro. Otra ves.

A la mañana siguiente desperté tigre, bajé al desayuno del hotel y allí encontré un autoservicio a la copiosa manera mexicana capaz de reavivar al más muerto de los garibaldinos.

Mientras apaciguaba necesidad y ansiedad con fruición y placer gracias a un buen plato de menudo, y conforme iba recomponiéndome y recuperando el oremus, reapareció Tlazoltéotl en mi desmemoria.

¿Realidad o ficción? ¿Existió mi pérfida cicerone o fue solo producto de mi calenturienta y desamparada mente mezcalera? ¿Aparición favorecida por el seco rey sol o por la húmeda diosa oscura?

No sabía. Imposible tratar de imponer certeza ante la nebulosa que nublaba mi mente. Todo se había desvanecido como la neblina. “En cualquier caso bendita sea”, me dije, pues ahora, en aquel hoy, ya me sentía confiado y dispuesto a saltar a la calle con la mirada puesta en un día extraordinario por delante durante el que tratar de empezar a comprender algo del vivir cotidiano del país que me recibía, al igual que otros antes lo hicieron en mis otros viajes: mini vidas de sed y hambre errabumbas y deseosas de beber y comer con las gentes del lugar lo que ellos comen y beben y trabar así sus sabores y sus saberes. En eso ha de consistir la buena vida del buen gastronómada. En ese afán andaba aquella mañana. Iniciado y en consecuencia preparado.

Absorto en mis pensamientos, cuando salí al exterior, cegato otra vez por el poderoso sol de la mañana, la negra pero resplandeciente figura de Tlazoltéotl ya estaba allí. “¿Qué tal le fue señor, como lo pasó? Estoy aquí para perderle. Sígame, déjese llevar. No me vuelva a las andadas. No más poética por favor. No way güey.”

No dije ni esta boca es mía, la seguí sumiso como un cervatillo y me monté con ella en su carro. Pero volvía a abstraerme, soñaba con probarlo todo, comerme México, estaba ansioso pero temeroso de que no me diera tiempo en la única jornada de la que disponía, ¿cómo podría aprovecharlo al máximo?

En esas elucubraciones andaba cuando sentí un golpe en el cogote. “¿Qué le tengo dicho, es que usted no aprende?. Relájese hombre que aquí los días son como que muy largos, se come y se toma a cualquier hora y en cualquier parte y va usted a poder pellejear a gusto”.

La merecida colleja hizo su efecto, me rasqué y dolí del cogotazo pero me prometí a mi mismo que no volvería a dejar que se me fuera la olla. “Así me gusta” dijo Tlazoltéotl leyendo coetáneamente mi pensamiento. “Nos vamos de gastrocorrido. Átese los machos señor”.

Mercado de Coyoacan. Primera parada al pasear el mercado. Un par de chipirones nanos rellenos de jaiba rebozados y fritos con queso caliente y salsas picantonas al gusto. Poco más adelante, la segunda, unas Patas de Mula con sus jugos negros, por una parte en cocktail con kétchup, aguacate, cebollita, aceite y picante, por otra crudas en su concha con cebollita roja picada, cilantro verde y aceite.

Paseo por el barrio. Tercera parada en un puesto callejero donde dos hacendosas y pacientes mujeres mexicas, dedicaban su tiempo a partir y pelar sosegada y cuidadosamente nueces de Castilla verdes que sumergen en agua helada y venden al por menor por escaso valor. Una exquisitez. Al lado reza un cartel pinchado sobre los aguacates: “a 25 pesos el MONTÓN”.

Y de mercado a mercado y comiendo porque me tocaba, arribé al Mercado de San Ángel, dónde miré la linda pescadería variada que por allá disfrutan y me arrimé y remiré y toqué y pregunté. Y hablé de los mares con las mujarras, los peces sierra, las caballas y los camarones, con pulpos y cazones, que me contaron cuanto quería de ellos saber.

Al salir paré para montarme en el taco callejero de carmita con cebolleta a la plancha, cilantro, sal y salsa roja que me dio fuerzas para entrar de nuevo a estudiar un master en chiles, pues es de importancia conocerlos y familiarizarse con ellos, hacerse amigo y aprender sus gustos, formas y maneras de comportarse antes de que se vuelvan huéspedes anzuelos que el paladar te rasgan; y reconocer al campana que pica y repica, al habanero que es mexicano de origen, al poblano y al serrano, …….. y a los que negros son.

Hora era de sentarse a gozar de una buena botana a base de tiernos y gustosos Escamoles servidos en tortitas de maíz y aderezos de cebollita blanqueada, chile verde en rajitas, taquitos de tomate, guacamole y queso blanco, salsa roja de chile a demanda. A La Hacienda Los Molares, a Polanco, fui a sentarme en el patio y tomar margarita servida en jarra de plata inmersa en hielo picado para poder servirse a discreción mientras el resto permanece fría, lista para los siguientes tragos.

 “Ya es hora de sentarse a comer” me dijo por telepatía Teo al apurar el último; así había decidido llamarla ante mi incapacidad para pronunciar bien su nombre. Le déjaré en el Paxia de Daniel Ovadía. Allí conseguí dar buena cuenta de su largo, cuidado, atrevido y joven menú que modernizaba y actualizaba la tradición patria con la osadía y valentía que por aquel entonces esa cocina requería frente al general denostamiento de la modernidad culinaria que estaba calando de a poco en México DF y que había llegado para quedarse y cambiar la tradición.

Tlazoltéotl decidió darme un paseo y un respiro. “Vaya bajando su digestión que aún nos queda para rato; ya le previne, aquí los días son largos y dan para mucho”. Me dijo mientras depositaba en mi mano un buen puñado de nueces, esta vez, americanas y un vasito de pulque curado de tuna.

Así, mordisqueando sus nueces y escuchando las historias y mitos de lo antiguo que Teo me iba relatando por etapas, sin darme ni cuenta llegué a donde Cortés y Alvarado residieron tras la masacre invasiva y durante la reconstrucción de la ciudad y vi sus “palacios que tenían blanqueadas y encaladas las paredes, donde buenamente se podía escribir en ellas con carbones y otras tintas” con los que, cada mañana, como precoces precedentes del grafitismo, poníanle motes difamatorios a los que ya harto Cortés contesto: Pared blanca, papel de necios”.

Aquello bien merecía una reflexión por mi parte, así que siguiendo una vez más los sabios consejos de Tlazoltéotl, paré donde la Vieja Cantina Guadalupana para brindar, acodado en su barra de vieja madera, por aquellos valientes escribidores de antaño con esa cetrina y reposada agua de vida de un mundo, como se ve, nada mudo, centenario tras centenario: palabras dichas, escritas, habladas o a voz en Grito de queja, orgullo o independencia. Para conmemorarlo tomé un Cuervo Centenario. Y otro más.

De seguido y para calmar los exaltados ánimos fuime a sentar al Pujol de Enrique Olvera para tratar de saber el sabor que buscaba la vanguardia, para conocer de su párvula y hambrienta boca cual y cómo era el camino de la nueva restauración mexicana al que él trataba de pertenecer, que luego instauró y hoy lidera.

Aún incipiente y algo inseguro me lo conto todo dándome de cenar lo que a él le gustaba cocinar “restando proteínas y sumando salsa, arrimándose a lo vegetal”. Allí sentado junto a la negra pared de su local recién reformado disfruté viendo el gran futuro que le esperaba y al que no parecía dar importancia alguna, mientras jovial y de buen humor, charlábamos entre nuevos mezcales.

Era evidente, la semilla de la revolución culinaria había prendido ya. Esa grandiosa, la Amada Eterna, la gran puta de poetas y novelistas, había alcanzado ya a los cocineros. No había escapatoria, el futuro ya estaba allí y Enrique era su adalid.

 “Nadie puede parar la libertad de ningún pueblo, menos aún de éste, hecho a la pelea desde los Hombres-Jaguar a Moztezuma, desde el padre Hidalgo a Villa, desde la razón cósmica de Vasconcelos a la Casa de la Disidencia de Paz”. Me dejo dicho Teo mientras, besándome carnalmente en los labios, dejaba en mí el imborrable recuerdo del sabor auténtico y esencial de México. “Nos estamos viendo”.

Con su negro beso, una vez más, todo se fundió en negro. En él sigo desde entonces, despertando en la negra noche buscando a ciegas a Teo, porque ella me dio algo que mi paladar no puede olvidar. Ahora vuelvo ilusionado e inquieto por sentarme de nuevo a las mesas mesoamericanas, esas que ellos en nahuatl definieron como madera cortada que se sostiene en cuatro patas y sobre la cual se puede comer. A eso voy.

Comentarios

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