La industria de la restauración nos obsequia diariamente con un carrusel de noticias magnificando restaurantes y cocineros: pop ups, veladas a ocho manos, food trucks, libros, conceptos, patrocinios, maratones, asesorías, panfletos, formatos televisivos... en esta carrera por alcanzar la popularidad hay que llamar la atención a toda costa y poco importa que el pretexto utilizado sea el hecho gastronómico.
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Esta situación no afecta únicamente al ámbito público sino también a la experiencia del cliente en el restaurante. En los últimos tiempos el comensal parece que se convertido en un peón al servicio de los star chefs y sus egos. El mantra afirmando que el cliente es el protagonista de la experiencia en un establecimiento parece erróneo para muchos. Hemos sustituido el placer de comer y beber en buena compañía por visitas a conceptos donde debemos reverenciar la última iluminación del cocinero. También su siempre vistosa decoración, insólito mobiliario y delirante menaje. Más tarde jalearemos la experiencia en redes sociales, incluyendo una mención expresa al jefe de cocina. Y para ello habrá que tener cuidado: hay cocineros con tales desórdenes de autoestima que incluso amedrentan públicamente -sí, lo que leen- a aquellos clientes que osan no bailarles el agua y criticar negativamente alguna de sus creaciones.
Afortunadamente esto solo ocurre de forma limitada. Hay algo común en esa parafernalia, esos accesorios y esa carencia de naturalidad: están asociados a cocineros y hosteleros con escasez de talento y que están aprovechando la parte menos positiva de la democratización gastronómica que estamos viviendo. ¿Qué asegura la rentabilidad de un negocio: la celebridad construida sobre un efímero andamiaje o el profesional que custodia el bienestar de cada comensal en cada pase? Probablemente lo segundo, pero la primera opción es más cómoda, más vistosa en sus círculos sociales. Los críticos, que deberían tener el criterio -y la valentía- para advertir y discernir, generalmente son convidados de piedra de este circo y aplauden cualquier iniciativa.
La esencia de la restauración verdadera
¿Cuál es el límite?¿hasta dónde llegará todo este movimiento? En mi caso llevo tiempo recorriendo la disyuntiva más agorera. Cada día admito menos los artificios. Aunque progresivamente me siento más apegado a la cocina tradicional centroeuropea y los templos del producto extremo, mi divergencia personal no cuestiona la cocina clásica en contra de la contemporánea. La disconformidad está producida, sencillamente, porque percibo una creciente falta de personalidad, de sensibilidad y de conocimiento por parte de cocineros y restauradores.
Nunca estuvieron mejor formados y preparados, nunca tuvieron más medios. Y por el contrario, nunca he echado tanto en falta propuestas genuinas y honestas, cocinas sin complejos, sin corta y pegas, sin "inspiraciones"; líneas de trabajo sin efectismos, sin "todo vale", sin discursos forzados ni líricas impostadas. Echo de menos el arte de la restauración, los cocineros artesanos, la elegancia de las cosas bien hechas, sin trampas. Añoro la restauración con alma, con respeto, con honestidad, con verdad; la restauración que tiene compromiso con el oficio, con el sentido común y, sobre todo, con su propia esencia: el disfrute puro y sin condiciones de los clientes.
Llámenme desfasado, pero prefiero ver a un cocinero obcecado en redondear un plato durante meses o persiguiendo obsesivamente la excelencia de sus proveedores, que aquellos más interesados en la última tendencia gastronómica o el deslumbrante tema de su próxima ponencia en un congreso. Antepongo a aquellos cocineros que cocinan (!¡), que se preocupan por cada visitante sin necesidad de epatarle, que aquellos que lo hacen por las redes sociales, las listas, los premios, las revistas de lifestyle o los asesores de imagen.
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El poder transformador de la cocina
"Cuando estuve en París, una vez gané una carrera de caballos. Los oficiales de la caballería francesa me homenajearon con una cena en uno de los restaurantes más famosos de la ciudad, el Café Anglais. El jefe de cocina, sorprendentemente, era una mujer. Comimos codornices en sarcófago, un plato que había creado ella misma. El General Galliffet, que era nuestro anfitrión aquella noche, nos explicó que esta mujer, la chef, era capaz de transformar una cena en una especie de asunto amoroso, en una relación apasionada en la cual uno acababa por no diferenciar entre apetito físico o apetito espiritual. El General Galliffet me dijo que en el pasado se había batido en duelo por causa de una bella mujer, pero que ya no había en París una mujer por la que estuviera dispuesto a derramar sangre aparte de esta cocinera. Tenía fama de ser el mayor genio culinario de su época. Y lo que estamos comiendo ahora es nada menos que codornices en sarcófago".
Quien haya visto la conmovedora El Festín de Babette no olvidará las palabras que el General Lowenhielm comentaba al resto de los comensales en casa de Philippa y Martina, mientras aquella anónima criada oficiaba tal y como lo había hecho en el Café Anglais de París. Amigos, tíldenme de romántico, pero this is what it is all about…
Fuente: 7 Caníbales