Desde que el dios Bayahamaco, según los indios taínos, le dio el tabaco a los hombres, muchos han sido los usos que esta planta ha tenido en todo el mundo, y de ellos su utilización como medicina ha sido uno de los más frecuentes.
Y es que desde tiempos inmemoriales esta planta ha sido empleada por diversas culturas para tratar múltiples padecimientos, como hicieron los indios americanos, que además de fumarlo, también lo comen, mascan, aspiran, lamen y beben.
Así encontramos que los aracunas del Brasil lo consumen como parte de su dieta, mientras los huitotos colombianos mezclan el jugo de yuca con zumo de tabaco o lo lamen preparado con agua y ceniza en un mate; y los indios kogi, ika y sanka preparan una pasta concentrada que se aplica en los dientes y encías para aliviar los dolores .
Sin embargo, esto no es nada nuevo, pues ya los aztecas mezclaban la hoja del tabaco con cal para tratar tumores, creían que era un buen antídoto contra el veneno de serpiente, y las mujeres embarazadas ponían en su seno hojas para librar a sus hijos de enfermedades.
Los mayas utilizaban las hojas de tabaco para cicatrizar sus heridas, costumbre en la que se fijaron y luego extendieron los conquistadores europeos, al punto de que hasta el propio Papa Gregorio XIII fue sanado en el siglo XVI con las milagrosas hojas.
Desde entonces, el tabaco fue empleado en el Viejo Continente contra la sarna, dolores de muelas, jaquecas, en lavados y como cicatrizante, o como tratamiento para el peligroso tifus, enfermedad muy frecuente en esos lares.
Diversos tratados y estudios se hicieron desde el siglo XVI sobre la planta, como el de Nicolás Monardes, sevillano nacido en 1512, considerado el autor del primer libro sobre esta planta, quien divulgó «las grandes virtudes y maravillosos efectos de la yerba de tabaco».
Su fama llegó a las cortes europeas cuando Jean Nicot llevó la hoja de Portugal a Francia en el propio siglo XVI, y se la obsequió a la reina Catalina de Médicis, quien acostumbraba consumirla en polvos para aliviar sus jaquecas.
Nicot, lo catapultaría a la fama como planta medicinal, cuando movido por la curiosidad experimentó el uso del tabaco para curar un cáncer, y usó el jugo y la pasta de esta hierba sobre úlceras de toda clase, heridas, hinchazones, fístulas, y para todo encontró ser infalible.
Así comenzaron a utilizarse ampliamente en la farmacopea de Europa sus propiedades e incluso se extendieron sus aplicaciones a la fabricación de pinturas, cosméticos, píldoras, polvos, siropes, lavados, ungüentos y otros productos, que servían, entre sus diferentes usos, para curar cólicos intestinales, erupciones cutáneas, fracturas óseas, o en el tratamiento de la epilepsia, el asma y la peste.
Fue tan extendida su aplicación médica, que incluso en 1635 una ordenanza parisina prohibía «a toda persona distinta de los farmaceutas vender tabaco».
Según el sabio botánico cubano Juan Tomas Roig, el tabaco «es narcótico, purgante y antiparásito. Se le emplea comúnmente como insecticida, en decocción. Su principio activo es la nicotina, que se emplea como antitetánico y contra la parálisis de la vejiga, a la dosis de 1 a 10 gotas. También se usa en inyecciones».
Incluso en la actualidad, el tabaco cimarrón (Nicotiana glauca Graham), una planta silvestre localizada fundamentalmente en las costas, se utiliza con fines medicinales por algunos campesinos cubanos, quienes emplean sus hojas contra las hemorroides, en cataplasmas para aliviar los dolores reumáticos, y untadas con saliva para sanar llagas, inflamaciones o quemaduras.