Algunos, más por el amor al vino que por la contundencia de las evidencias, de tanto quererlo sobredimensionan sus dotes.
Dicen que fue aquí, en nuestra Isla, donde murió el más empedernido buscador hispánico de «La Fuente de la Juventud». Con la anuencia de Carlos I, Ponce de León se lanzó a encontrar una isla, ubicada más allá de dónde el sol se pone, y que nombraban Bímini. Era allí dónde se cobijaba el líquido divino que se suponía no solo reponía las fuerzas, sino que hacía recuperar el vigor de la juventud.
Agua de un manantial anhelado que construía el sueño de prolongar la vida hasta el infinito. El camino estaba abierto desde mucho antes. Casi seiscientos años Antes de Nuestra Era, Tales de Mileto apuntó al agua como principio y fundamento de todas las cosas.
No han estado ausentes las contraindicaciones. Según algunos textos el agua fue el castigo que marcó el final de la más conocida longevidad: los 969 años (una cábala en cifra que representa la rotación hasta el infinito del mismo dígito) de Matusalén terminaron con el diluvio.
Un exceso acuoso. Pero se impuso el reconocimiento tácito del valor sanador del agua y aquella premonitoria sentencia de «salutem per aqua» que hoy se multiplica como epidemia en moda en los sofisticados SPA – templos de una cultura del cuerpo más emascarante de un cierto narcisismo al uso, que promotora de una vida más plena.
El mito de «la eterna juventud» nace del ansia, crece en la ilusión y se multiplica en la esperanza. La vida es excesivamente breve ante la infinitud de la muerte. Se transfigura al paso del tiempo bajo la égida de los conocimientos – no tanto de sus certezas, como de sus límites.
Entran en él nuevas palabras, nuevos conceptos. Pero su esencia queda casi intacta: existe un principio, un fundamento, una fuente, que hace de la longevidad algo más que un hecho casual de la existencia humana. ¿En qué reside? ¿Cómo llegar a ella?.
Mientras tanto todo lo que parezca prolongar la existencia, lo que favorezca la anteposición de la salud a la enfermedad, aquello que nutra la coherencia entre lo natural y lo que agrega la cultura visando una vida plena presidida por el bienestar, se asume como un anticipo reforzante del anhelo. Entonces el mito no puede guardar silencio.
Es extrovertido. Grita en gestos su misterio. Y es allí que la cultura del vino, nacido en la fiesta de la «vendimia», metáfora natural delnacimiento, se instala como un culto a la «vivificación» (capricho de cercanía sonora con la «vinificación»), una cultura del buen ánimo, del bienestar, de la prolongación de la vida.
La ciencia se alza en su defensa, aunque tropiece. Los entendidos hablan de propiedades testimoniantes del «ser elixir» del vino. Su componente alcohólico que entra en la contienda contra el «colesterol malo». Su capacidad vasodilatadora y de aquí su función defensiva ante las galopantes enfermedades cardiovasculares.
Algunos se convencen, más por el amor al vino que por la contundencia de las evidencias. Se suman las prometedoras acciones de sus compuestos fenólicos y la consecuente acción defensiva frente a la aterosclerosis.
Sus propiedades antioxidantes. Cuidado. De tanto querer al vino, se le pone en riesgo de sobredimensionar sus dotes. «La Subcomisión Vino, Nutrición y Salud de la OIV, consciente de su compromiso con la profesión médica, las administraciones y el consumidor, se ha visto obligada a responder a la exagerada plaga de efectos beneficiosos que se han pretendido imputar al vino». (Resolución 9/2003 aprobada por la 83ª Asamblea General de la OIV ). En cualquier caso, hay otra mirada.
El secreto de la longevidad, de la salud invencible, descansa en las riberas del placer mesurado y multisensorial. Late en la compañía amable y sentida de la amistad, en la cordura de todos los días y en la locura paroxística del momento. Se extiende en el cauce vital de los sueños y las esperanzas. Es sentirse cada día vivo y con ganas de vivir lo que hace franqueable la ausencia intangible por venir. «No hay medicina que cure, lo que no cura la felicidad». El vino suma al intento. Vino para ser feliz. Vino para prolongar la vida. El misterio de la vivificación también está en el vino.
Y allí tiene un glamour único que se traduce en la multiplicidad sensorial que hace sentirse eterno en cada sorbo. Y más. Trascender en el deseo de una copa más.