La huella del tiempo en el vino

Creado: Lun, 28/09/2009 - 08:05
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Por: Sommelier René García Valdés
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La huella del tiempo en el vino

Plenitud y decrepitud de los vinos son términos opuestos, contrarios, pero por suerte explícitos. La definición de estos, más que con palabras, se aprecia en la vista, el olfato y el paladar. Son definibles a través del análisis organoléptico pues son estadios perceptibles.

Un vino elaborado 50 años atrás puede estar pleno, uno de tres puede estar decrépito. O sea, la edad no es signo de nada, solo su génesis como vino es lo que va a determinar con exactitud qué tiempo le queda para expresar potencialidades o reminiscencias.

Un tinto elaborado mediante la maceración carbónica va a sucumbir en menos de un año. Uno proveniente de una cosecha excepcional en cuanto a condiciones meteorológicas, y manejado sabiamente por expertos enólogos con un envejecimiento en barrica, tendrá una vida comparable a la de cualquier ser humano longevo.

Más que todo, tanto la plenitud como la decrepitud son estados de expresividad del vino, donde se perciben todas, una parte o ninguna de los atributos característicos de un vino dado, tanto en color, como en aromas y sobre todo, en paladar. Los descriptores de cada parte organoléptica pueden ser disímiles según variedad de uva, tipo de vinificación y expresión del lugar donde este se origina. Por lo tanto, existen miles de formas de expresar el estado de plenitud o no de un vino.

Cualquier vino evoluciona en el tiempo manifestándolo con cambios en su color, sus aromas y su sabor. Ilustremos esta afirmación mediante la siguiente tabla, ajustada solo al concepto color en vinos blancos jóvenes:

Se espera que un vino joven blanco, por ejemplo, muestre una gama de intensidad de color que vaya describiendo cada etapa por la que va transitando: un breve inicio incoloro que camina hacia un incipiente amarillo, primero con ribetes verdes, después pajizo, entronizándose plenamente para comenzar a sucumbir con las notas doradas que denuncian su recaída, llegando a tonos ambarinos como muestra de pérdida total de su vida útil.

Los aromas van describiendo también esa marcha evolutiva: de lozanía inicial a final irremediable. La potencialidad frutal, disímil, compleja y viva cede hacia tonos cada vez más limitados y falto de expresión.

De una acidez casi hiriente en paladar, exageradamente mostrando frescor, viaja hacia la escasez o nulidad, sintiéndose soso, blando, inexpresivo por lo que deja apreciar destellos de sabores secundarios de un avinagramiento infeliz que con el tiempo serán acuciantes. Llegó su fin.

Como hemos visto en el caso anterior existen descriptores que manifiestan la decrepitud del vino blanco: tonos dorados y ambarinos, aromas limitados, acidez escasa o nula. Los años son implacables. No existe el vino eterno. Algunas variedades de uva pueden extender el período de plenitud, la mano del hombre también puede hacerlo. Pero tarde o temprano va a sucumbir.

La observación nos va a decir cuando es mejor beberlo para apreciar toda su calidad en su punto más alto. A algunos vinos, sobre todo tintos de guarda y blancos dulces les llevará años celebrar sus fiestas de madurez. A otros, generalmente blancos jóvenes, rosados y espumosos, acabados de salir de la bodega claman inmediatamente por su celebración en mesa.

Todo es cuestión de observación y cata. El placer de beber tiene sus requisitos. No valen aquí contraetiquetas ponderadas ni fórmulas matemáticas de curvas de longevidad. Es sentir que se bebe vino, económico o caro, con sus virtudes bien expresadas.

De no ser así, la decrepitud no es aplicable al producto per se sino a nosotros mismos. Pero por suerte, diferente al vino, aprendemos con los años a perfeccionar nuestra capacidad sensorial. En ese caso, la huella del tiempo nos hace más plenos.

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Por: Sommelier René García Valdés