El 23 de abril se celebra el Día Mundial del Idioma Español, según disposición de las Naciones Unidas para apoyar el desarrollo del multilingüismo y el multiculturalismo y ayudar a difundir la historia, la cultura y el uso de esta lengua a nivel internacional. La fecha obedece a que, un día como este, falleció don Miguel de Cervantes, autor de la novela más célebre de la literatura universal, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, más conocida popularmente como El Quijote.
Aunque Cervantes fue un escritor de muy vasta producción, tal vez su fortuna como poeta se viera opacada por ser coetáneo de don Luis de Góngora y Francisco de Quevedo, del mismo modo que sus piezas dramáticas sufrieran la coexistencia del Fénix de los Ingenios, Lope de Vega, a pesar de la brillantez de los entremeses cervantinos (y notemos aquí la fértil casualidad de que esta modalidad teatral comparta nombre con esos platos que se sirven como entrantes y, en algunos restaurantes de alto nivel, entre un plato y otro para limpiar el paladar y provocar el apetito para el siguiente).
Como narrador, sin embargo, la crítica no vacila en colocar varias de sus obras entre las más notables de la historia literaria: el propio Quijote, Los trabajos de Persiles y Sigismunda y las Novelas ejemplares. De ellas, desde luego, la primera descuella por ser uno de los momentos más altos de la creatividad humana, al extremo de que la academia haya colocado a Cervantes, junto con Dante y Shakespeare (muerto también el 23 de abril, razón por la cual se conmemora, además, el Día Mundial del Idioma Inglés), como los máximos pilares del canon de la literatura occidental.
Una de las aristas más potables de esta novela, visible desde su primer párrafo, es la relación del narrador y los personajes con la comida. Hace muy pocos días, este mismo sitio publicó un trabajo sobre el tema, así que no es mi intención extenderme en el particular, sino aprovechar esa renacentista inclinación cervantina por el hombre y su entorno (inclinación que anima las páginas, asimismo, de otra ejemplar novela del período, Gargantúa y Pantagruel, del francés François Rabelais, a cuyo oficio se debe el concepto de "banquete pantagruélico" para calificar aquellos en los cuales la cantidad de comestibles y la voracidad de los comensales juegan un papel esencial), y rendirle homenaje al genio complutense y a la lengua española a través de un breve viaje por otros novelistas del idioma que hayan hecho de la gastronomía un asunto esencial de sus indagaciones.
Si bien es cierto que desde los orígenes de la literatura la comida ha estado, junto a la búsqueda e intento de diálogo con la divinidad, la incertidumbre ante la muerte y la posible vida en el más allá, el amor, el sexo y las luchas por el poder, en buena parte de las obras literarias, también lo es que en muchas de ellas ha sido soslayada por los anteriores temas, cuya fuerza metafísica o cuya eficacia para ahondar en la angustia existencial del individuo resultan mayores. Por eso es que Cervantes (y Rabelais), con sus afanes de que el hombre estuviera en el centro del universo, y de que las actividades humanas, lo mismo espirituales que fisiológicas, jugaran un papel relevante en la trama, se erige quizá en el paladín de esta conducta en las letras españolas, aunque en novelas anteriores como Lazarillo de Tormes, de autor anónimo, y el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, ya la comida y la bebida, los utensilios de cocina y algunos modos de preparación de platos estén en sitios preponderantes de la narración.
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La visión de lo gastronómico ha servido, a estos autores, para dar el sello de una época, ambientar atmósferas y sitios geográficos determinados, caracterizar personajes, mostrar las peripecias de sus vidas y los altibajos de sus temperamentos, y hasta para incidir en aspectos espacio-temporales del relato o para dejar discurrir el humor y la ironía, amén de, por supuesto, dotar al lector de recetas del más amplio espectro a lo largo de los siglos. No por gusto el novelista cubano Alejo Carpentier incluye los contextos culinarios en su archiconocida teoría de los contextos, junto a otros de tanta relevancia como los raciales, económicos, ctónicos, políticos y culturales, por solo citar algunos.
Sin duda, en la novela española del XIX, sobre todo en la realista y la naturalista, los contextos culinarios afloran con mucho peso. Baste recordar títulos de Juan Valera como Doña Luz o Juanita la Larga, o múltiples páginas de Benito Pérez Galdós o de Vicente Blasco Ibáñez en las que se describen banquetes, restaurantes, menús o hábitos alimentarios de ricos y pobres, de campesinos y ciudadanos, como también sucede en las novelas de Pío Baroja a partir de los inicios del siglo XX.
En este siglo, sin embargo, me gustaría hacer énfasis en dos escritores: el gallego Álvaro Cunqueiro y el catalán Manuel Vázquez Montalbán, creadores de dos libros peculiares para explorar la historia de la gastronomía: La cocina cristiana de Occidente y Contra los gourmets, respectivamente. Aparte de escrupulosos narradores, ambos se han adentrado en los pormenores de la tradición culinaria occidental y nos conducen, con humor y erudición, por los detalles históricos, políticos y sociológicos de muchas maneras de entender, cultivar y apreciar el arte culinario desde la antigüedad hasta nuestros días. A esa familia de novelistas gastrónomos se suma con éxito el insigne mexicano Fernando del Paso en su La cocina mexicana de Socorro y Fernando del Paso, curioso periplo por una culinaria tan variada y popular como la de ese país americano.
A pesar de que Cunqueiro y Del Paso han dado cabida en sus novelas a los contextos culinarios, resulta sin duda Vázquez Montalbán el más célebre de los autores hispanohablantes que, en épocas recientes, ha hecho de la cocina casi una manera de narrar. La enorme saga protagonizada por el detective Pepe Carvalho recoge un auténtico recetario de la comida española y, además, de varias otras partes del mundo. Carvalho, a su vez, ha creado una familia en la que se distinguen tres detectives gourmets: el comisario Salvo Montalbano del italiano Andrea Camillieri, el inspector Chen del chino Qiu Xialong y el teniente y luego librero Mario Conde del cubano Leonardo Padura. En los libros protagonizados por estos personajes la comida desempeña un papel fundamental y se coloca al lector ante auténticas delicias de la comida siciliana, de Shanghái o de Cuba, entre otras.
De este lado del Atlántico, ya vimos la relevancia que concedía Carpentier a lo culinario, y bastaría adentrarse en novelas suyas como La consagración de la primavera para constatar un ejemplo de cómo ponía en práctica sus teorías. Lo mismo sucede con Paradiso de José Lezama Lima, El árbol de la vida de Lisandro Otero o algunas otras novelas de autores como José Soler Puig, Daniel Chavarría, Julio Travieso o Reynaldo González, en el caso de Cuba. Sucede, también, en los libros del argentino Martín Caparrós, de la chilena Isabel Allende o de la mexicana Laura Esquivel, integrantes seguros de esta prole que el alcalaíno ayudó a engendrar en nuestras letras.
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Por último, quisiera hacer mención de otras novelas que, aunque no están escritas en español, tienen el aire de familia que don Miguel, con todos sus aportes conceptuales y formales al arte de novelar, propagó por la novelística mundial y, entre ellos, el de la predilección por lo gastronómico; estas piezas son, entre otras: Ulises de James Joyce, Por el camino de Swann de Marcel Proust, El festín de Babette de Isak Dinesen, En el camino de Jack Kerouac, Tomates verdes fritos en el Café de Wristle Stop de Fannie Flagg y Tokio Blues de Haruki Murakami, casi todas descollantes, además, por sus audacias a la hora de abordar la visión del individuo en el mundo y por el manejo subversivo y desprejuiciado de los diferentes idiomas en que están escritas, como mismo hiciera Cervantes, ese soldado que nos enseñó no solo a hablar sino a buscar la libertad en cada acto de nuestra existencia.