<div> Si París bien vale una misa, en alusión a la belleza y profusión de sus catedrales e iglesias de altísima calidad arquitectónica, se me antoja que cada ciudad tiene ese algo que la hace inigualable, un atractivo que no deja de pasar inadvertido para ninguno de sus visitantes porque sería casi un insulto al afán de aprovechar a plenitud nuestra estancia. </div>
Barcelona bien vale una copa
Domingo, Junio 7, 2015 - 21:45
Si París bien vale una misa, en alusión a la belleza y profusión de sus catedrales e iglesias de altísima calidad arquitectónica, se me antoja que cada ciudad tiene ese algo que la hace inigualable, un atractivo que no deja de pasar inadvertido para ninguno de sus visitantes porque sería casi un insulto al afán de aprovechar a plenitud nuestra estancia.
Un ejemplo sería, llegar a Cuba, sentarse a disfrutar la frescura de la tarde en una de sus plazas coloniales y no tomarse un mojito. Es ese, al decir de un chef, el maridaje perfecto: la brisa húmeda de esa hora, la luz oblicua descubriendo hermosísimos encuadres, la mezcla casi sublime de “olores tropicales” combinados con el frescor de la bebida corriendo por la garganta, el aroma de la yerbabuena penetrando por todos los poros, el zumo de limón haciendo cosquillas a nuestro paladar y el ron Habana Club aportando el necesario embeleso.
Barcelona tiene la magia de atraparnos por disímiles motivos, difíciles de sopesar y jerarquizar, porque un aluvión de formas, colores, sonidos y esencias golpea los sentidos. Al indiscutible movimiento y colorido de esta cuidad aportado por Gaudí, con sus construcciones de formas ondulantes y mosaicos de pequeñísimos y diversos matices, le acompañan los muy variados tonos y el murmullo de los turistas con los clics de sus cámaras en resorte.
Es entonces cuando el paseo se detiene para degustar una de esas bebidas que hacen famosa a la tierra catalana —estamos en el sitio de la supremacía del mejor cava del mundo— y quizás sea este el momento ideal para confirmar tales halagos.
Enseguida, el exquisito perfume afrutado de una copa de vino nos embelesa y transporta al lugar soñado, o simplemente descubierto al instante, pero con igual atractivo. Cobran razón de ser los espacios y las sensaciones van confirmando el hechizo de Barcelona. La excelencia de la bebida ha surtido el efecto mágico que completa el disfrute intenso de cada centímetro y minuto. Entonces, la ilusión se convierte en certeza: Barcelona bien vale una copa de Freixenet.
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