El verano es la época más peligrosa para el vino, la más complicada para su consumo, y si se va de vacaciones, la más didáctica, pues es una buena ocasión para aprender más de este fascinante mundo.
Hay unos vinos, llamados rancios, que se hacían antiguamente en Rueda y en otras partes del país, y mucho en Francia, que para enranciarlos, estropearlos a posta y sacarles matices diferentes se ponen en “damajuanas”, que son grandes recipientes de cristal. Luego se sacan a la intemperie para que el sol los castigue a fondo, y después, con los cambios de temperatura del invierno, se remata la faena. Es un ejemplo de los rigores del sol.
Los buenos bodegueros procuran no hacer transportes de vino en verano, y si los hacen, los mandan ultraprotegidos o en camiones especiales para evitar esa mala evolución. Para conservar bien los vinos en casa durante el verano, si no se dispone de un trastero o de un sótano, lo mejor es guardarlos en la habitación más fresca, o a ser posible, en un armario, nunca en la cocina, donde hace más calor.
En verano, el consumo está muy condicionado por las temperaturas. Con blancos, rosados o cavas no hay problema, bien fresquitos de la nevera, pero con los tintos hay que tener más cuidado. Su temperatura óptima de consumo es sobre 18º.
Pero si a un vino se le baja mucho la temperatura, no se le notarán sus virtudes, y muchas veces, tampoco sus defectos. Por eso, los vinos malos los suelen servir muy fríos, astutamente. Lo mejor es sacarlos a la mesa a unos 15 o 16 grados, y durante la comida ya se les irá subiendo la temperatura.
En un restaurante, si le dan a probar el vino, hay que llevarlo a nariz para buscar sus posibles defectos, y luego a boca, para comprobar la temperatura.
Si es alta, no hay que cortarse a la hora de pedir una cubitera para enfriarlo, y uno mismo lo saca cuando ya esté bien. En casa se refresca un poco en la nevera antes de sacarlo.
También son muy útiles esos cubrebotellas que se guardan en el congelador y que se sacan antes de comer para abrazar la botella y enfriarla, o mantenerla fría si es un blanco. Son baratísimos, no llegan a seis euros, y valen los de plástico, con su agüilla dentro que vuelve al congelador después de comer.
Y si se viaja, es la hora de conocer lo mucho que tiene que ofrecer la España vinícola. En todas partes, por fin, hay vinos de calidad y con mucha personalidad.
Olvídense de las marcas habituales, y prueben las denominaciones de origen locales. Se llevarán sorpresas muy agradables, y seguramente alguna marca para anotar y pedir luego en su tienda habitual, cuando vuelvan a casa.