Cuando probamos alguna preparación y avisamos que le falta sabor, pues nada mejor que añadir una pizca de sal. Las papas fritas no serían lo mismo sin ella, y para qué decir de los asados o barbacoas donde es la sazón que predomina. Para entender bien su funcionamiento, debemos saber de que está compuesta.
La sal de cocina químicamente es cloruro de sodio, ósea estamos en presencia de moléculas de cloro y sodio que al contacto con líquidos (como nuestra saliva) liberan iones que hacen choque eléctrico y otorgan su matiz de gusto típico, suena algo ciencia ficción pero así funciona esto.
Entonces ¿por qué seguimos sazonando con sal y no podemos abandonarla? Pues es herencia de nuestros antepasados que solían comer sus alimentos sin aliño alguno. Y en un instante ocurrió aquel momento impacto donde tenían la costumbre de lavar pescados, carnes y verduras en las aguas del mar.
Así descubrieron que les daba ese sabor único y adictivo que los incitaba a hacerlo con casi todos sus alimentos. Es por esa razón que hasta el día de tenemos aquella costumbre, solo que ocupamos la versión de agua de mar evaporada, ósea las variedades de sal de mesa disponibles; aunque en la industria tenemos otros productos que dan un sabor salado diferente al conocido, como las sales potásicas (componente de la sal baja en sodio), fosfato de sodio (ídem), salsa de soya (porotos de soya fermentados en sal), etc.
Pero, ¿solo echamos sal para conseguir un sabor salado?
El cocinero bien sabe que no es así, utilizamos mucho una frase denominada potenciador del sabor ósea que al sazonar estamos realzando el sabor de nuestras comidas para que los apreciemos mejor y sean más apetecibles para su consumo, y bien sabemos que tenemos otros potenciadores de sabor en las alacenas, como ajinomoto (glutamato monosódico) y azúcar (para las sustancias con glúcidos).