¿Cuántas veces recordamos una cena o un almuerzo en un restaurante por otros estímulos que no son la comida? Si cerramos los ojos..., ¿podemos volver al mágico instante de aquel restaurante donde fuimos felices? ¿Somos capaces de recuperar con nitidez el recuerdo de un almuerzo? Si buscamos en el baúl de los recuerdos gastronómicos, de nuestras visitas a bares y restaurantes… ¿Cuántas veces en ese recuerdo memorable el factor más importante no es el sabor de lo que comimos?
Yo puedo recordar experiencias maravillosas en las que el primer recuerdo es muchas veces un elemento del entorno. Algo que nada tenía que ver con el olor o el sabor de la comida, ni siquiera con su textura, sino que es un elemento que estimuló más potentemente mis sentidos y se fijó permanentemente en mi memoria.
En una isla paradisíaca comí una vez un maravilloso estofado de pescado-el mejor que recuerdo- pero en mi cabeza lo que asoma es una imponente puesta de sol, el olor y tacto de la brisa del mar y el de mis pies enterrados en la arena. He desayunado en bares de carretera de los que recuerdo mucho más la alegría detrás de la barra que el sabor del bocadillo.
En Argentina tuve la oportunidad de entender por qué son unos maestros del asado, pero es la calidad y el peso del cuchillo con el que corté mi carne lo que más recuerdo. He disfrutado de larguísimos menús degustación en muchos restaurantes pero recuerdo más la coreografía perfecta del equipo de sala, la textura de los manteles o la calidad de la cristalería en muchos casos. He almorzado en chiringuitos ruidosos de los que solo recuerdo la sonrisa, empatía y paciencia de la camarera. He peregrinado por locales de moda en grandes ciudades con propuestas gastronómicas de todo tipo, pero me han impactado más la decoración, la música o los soportes de la comida que esta propiamente dicha. He cenado a la luz de las velas y solo recuerdo al camarero malencarado y su tono impertinente. Recuerdo cabezas de cerdo de porcelana, alas de cisne de nácar, elementos de madera, piedras en equilibrios imposibles que hacían las veces de platos, pero no recuerdo el sabor de lo que había en ellas.
El entorno alrededor de la propia experiencia organoléptica, de la degustación pura y dura de la comida, todo ello, es la sala. Una caja de experiencias, un espacio en el que orquestar diferentes estímulos para crear ese entorno que acompaña, e incluso supera, a la gastronomía.
La sala está formada por tangibles, es decir, todo aquello que puedes tocar físicamente (equipo, mesas, sillas, luces, cuadros, cuberterías…), e intangibles (desde la música hasta el alma del local) y procesos. Todo ello diseñado para la interacción humana, para que personas convivan en ese mismo espacio y disfruten de una "experiencia".
La facilidad de comida en un click que han traído las plataformas de delivery, la creciente y amplísima oferta de comida preparada en supermercados o el nuevo hábito de consumo de contenidos en casa (la llamada ecuación Netflix mantita-sofá), obligan a entender la sala de otra forma: ya no es un commodity, sino que pasa a ser la propuesta de valor del restaurante. Con esta necesidad de aupar la presencialidad y convertirla en un imán para muchos restaurantes cuyo modelo operativo no encaja con ninguna línea de negocio que no sea la de que sus clientes vengan físicamente a sus mesas, coman y paguen, esta área se vuelve estratégica.
La sala y las tendencias de consumo
Por un lado y como parte de la propuesta de valor del restaurante, la sala debe responder a las tendencias de consumo, muchas de ellas magnificadas por el efecto pandemia. Después de encierros y restricciones, las personas (AKA los consumidores), hemos adquirido algunos nuevos hábitos y hemos potenciado algunos otros que incipientemente íbamos adquiriendo pre-pandemia.
La vida social ha cambiado y somos, en general, más cautos acerca de la seguridad de los lugares que visitamos. Además, queremos experimentar recompensas como compensación por el tiempo de restricciones y ahora mimarnos significa consumir experiencias más exclusivas, personalizadas. Y las perspectivas económicas son todavía frágiles, por eso, con el bolsillo cerrado con cremallera, nos hemos vuelto más exigentes con lo que obtenemos por lo que pagamos.
Muchos de nuestros horarios han cambiado, y esto ha afectado el cómo utilizamos la hostelería en nuestro día a día, sumado a que los tiempos VUCA en los que vivimos nos llevan en muchas ocasiones a situaciones de estrés, por lo que buscamos espacios cálidos donde se nos trate con cariño. Y en una era en la que la digitalización ha puesto una barrera invisible entre las personas, agradecemos más que nunca una sonrisa amable, un gesto cordial, una mirada cómplice.
Sala y rentabilidad en la misma ecuación
Por otro lado, el empresario debe buscar la rentabilidad sostenible del negocio, ejecutando una serie de estrategias que le permitan alcanzar los números deseados. Mejorar la calidad de la sala pasa por entenderla como una inversión, no como un coste.
No gastamos en personal: invertimos en personas que interactúan con nuestro cliente. No gastamos en luz: invertimos en crear un espacio acogedor. No gastamos en cubertería, cristalería o mantelería: invertimos en la experiencia final que queremos que el cliente se lleve. El entorno, todo lo que rodea a la comida, incluso el plato, es sala. Y ahora la sala necesita plantearse más como un plató de experiencias que como un comedor. Cada rincón, cada capa experiencial debe tener un objetivo. Y el conjunto debe sonar como una orquesta filarmónica: afinado y con excelencia.
Todos aquellos negocios que vivan de la visita de sus clientes, de la interacción física con ellos, de ponerles mesa y mantel y no evolucionen a meta-salas, perderán posicionamiento.
De sala a meta-sala
Convertir una sala en una meta-sala pasa por un proceso de disección de la misma, empezando por cinco preguntas básicas:
- ¿Cuál es la identidad de la sala: qué quiere transmitir el espacio?
- ¿Cuál es el storytelling de la sala: qué cuentan el mobiliario, la vajilla, los cuadros?
- ¿Cuáles son los rasgos psicográficos del público que la visita?
- ¿Traslada el espacio la propuesta de valor del restaurante?
- ¿Qué factor genera fidelidad: qué atrae de este espacio, cuál es el verdadero imán?
Las respuestas deben ser coherentes y llevarnos al siguiente paso: diseñar y construir el equipo humano que sea capaz de ser anfitrión de esa identidad, comunicar el storytelling, empatizar con el cliente, interiorizar y servir la propuesta de valor.
Por lo tanto, la pieza central de esta caja de experiencias es el equipo, un grupo de personas cuyas tareas son tomar comandas, llevar platos de cocina a mesa y estar pendientes de las necesidades del cliente. Y su misión es hacer de la estancia de las personas una experiencia agradable; con dos propósitos: fidelizarlos y convertirlos en embajadores.
Este importantísimo papel de anfitrión del equipo de sala es uno de los factores clave de lo que podemos llamar las "meta-salas". Un equipo que, además de los conocimientos técnicos relacionados con sus tareas, también aporte una serie de habilidades que hagan que la suma de los miembros sea mucho más que su resultado.
Un equipo con tres actitudes definitivas: conciencia social y sostenible, actitud curiosa y de aprendizaje y compromiso con el propósito de la meta-sala, que redondean este perfil de anfitrión.