¿Cuáles son tus mayores miedos? De seguro las respuestas podrían ir desde los espacios cerrados hasta las alturas. Pero, ¿y si te dijera que también algo tan placentero como comer puede ser el motivo de las fobias de alguien?
Para algunas personas, el acto de sentarse a la mesa puede despertar más angustia que apetito. Aunque menos conocidas que otras como la claustrofobia o la aracnofobia, las fobias alimentarias existen y limitan la experiencia gastronómica de quienes la padecen, ya sea por un alimento, sabor o una textura en concreto, como por el consumo culinario en general.
Cada una de ellas tiene una clasificación diferente. Se trata de trastornos de ansiedad que suelen aparecer en la infancia o adolescencia como mecanismo de defensa ante determinados eventos traumáticos. Te contamos un poco sobre algunas muy raras y otras más comunes de lo que parece.
Sabores prohibidos
El clásico es la neofobia: el “no me gusta” infantil llevado al extremo. Esta fobia remite al rechazo a comer cosas nuevas. Aunque, la reacción en niños es normal, al llegar a la adultez puede convertirse en una fobia que restringe enormemente la dieta. Lo que en principio pudiera leerse como un mecanismo de supervivencia para evitar ingerir algo potencialmente tóxico, limita la inclusión de alimentos necesarios para el organismo o el descubrimiento de recetas.
Mientras, quienes han vivido un episodio de atragantamiento, pueden experimentar la fagofobia, justamente el miedo a tragar alimentos. Es así que la sensación que deriva es de ansiedad intensa al enfrentarse a la comida, temiendo ahogarse con cada bocado o incluso cada sorbo. De manera que afecta también la ingesta de medicamentos.
Para tratarla, los especialistas suelen recomendar un enfoque progresivo. Por ejemplo, iniciar con purés muy líquidos e ir incorporando poco a poco texturas más sólidas.
Entre las generales se halla también la cibofobia, que se relaciona con el temor generalizado a los alimentos, especialmente por miedo a intoxicaciones o alergias. Quienes padecen cibofobia revisan obsesivamente fechas de caducidad o la frescura de los ingredientes.
Otras, en cambio, se centran en un alimento en particular, como los vegetales. Es el caso de la lacanofobia, o la micofobia, un terror a los hongos y setas, y la ictiofobia, relacionada con el consumo del pescado. Aún más específica es la araquibutirofobia, el miedo irracional a que la mantequilla de cacahuete se quede pegada al paladar, la alliumfobia, a consumir o estar cerca del ajo o la carnofobia para la aversión a la carne.
Los líquidos tampoco escapan. Para quienes no pueden ni oler el alcohol existe la metifobia, un rechazo exagerado a las sustancias etílicas. Muy similar ocurre con la oenofobia, cuando el miedo se deriva de la posibilidad de ingerir vinos.
Más allá del plato: otras fobias alimentarias peculiares
Algunas fobias alimentarias no se limitan al acto de comer. Aunque más de uno se sentirá identificado con esta, se trata de un trastorno crónico que puede derivar en hábitos alimenticios desordenados. Y es que la mageirocofobia supone un miedo a cocinar. Así que si de vez en cuando no tienes ánimo para prender los fogones tampoco significa que la sufras, siempre que sea ocasional
Otra que suena igual de inverosímil, pero real, es la deipnofobia. En este caso el miedo es a conversar durante las comidas. Totalmente improbable para los amantes de la sobremesa. Mientras, para muchos este momento deviene espacio de socialización y relajación, para otros puede causar alta ansiedad.
Superar estas fobias, como el resto, implica muchas veces tratamiento psicológico, y un enfoque nutricional que permita reintroducir gradualmente alimentos o asimilar las situaciones evitadas. No obstante, reconocer la existencia de ellas es el primer paso para enfrentarlas con éxito.