Brillat-Savarin, autor de "Fisiología del Gusto", el primer tratado de gastronomía, escribió en 1825 que «la trufa es el diamante de la cocina». El músico Michael Giacchino dijo de la trufa que era el «Mozart de los hongos» y Lord Byron guardaba una trufa siempre sobre su escritorio porque su aroma alimentaba su fantasía.
Estos hongos se esconden en el interior de la tierra. Ningún indicio señala que están ahí. Bosques de encinas, de robles y de avellanos hay muchos pero muy pocos con raíces que desarrollan una peculiar simbiosis con los hongos subterráneos.
Los antiguos no sabían muy bien cómo definir esta "excrecencia" de la tierra, (su nombre proviene de "Tuber", excrecencia en latín), que crecía y se multiplicaba sin necesidad de raíces. Así Plinio resolvió a su manera el misterio asegurando, sin complicarse la vida, que eran los "callos de la tierra".
Otros, como Teofrasto, Plutarco o Juvenal, llegaron a la conclusión de que eran el producto de la condensación de minerales en el subsuelo, fundidos por el poder del relámpago.
La trufa es un hongo hipógeo, es decir, que sus cuerpos de fructificación (llamados carpóforos, que es lo que nosotros conocemos como trufa), se desarrollan bajo tierra, y micocírrico, lo que significa que siempre viven asociados a árboles o arbustos.
Este hongo vive asociado a las raíces de ciertos árboles de hoja caduca, con los que establecen una simbiosis, denominado micorriza, que produce un beneficio mutuo, tanto para el hongo como para la planta.
La trufa se caracteriza por su color oscuro y forma similar a la de una patata pequeña. Existen unas 70 especies de trufas, de las cuales 32 se pueden encontrar en Europa. Dos de éstas son las más buscadas por su calidad gastronómica.
La negra de Périgord (Tuber Melanosporum), bautizada por Brillant-Savarin como el "diamante negro de la cocina", con un maravilloso perfume, intenso y delicado, y una pulpa que de un blanco impoluto en su principio, vira hacia el gris y el marrón con el tiempo. Exteriormente la reina oscura se viste de un negro violáceo que se cubre de finas venas blancas con la madurez.
También está la aúrea Tartufi de Piamonte (Tuber Magnatum), inconfundible con su leve sabor a ajo y su elegante gama de tonos gris perla.
Por su excelente calidad se consume preferentemente cruda, laminada finamente, jugando a transparencias que se hacen maestras en platos como el risotto tartufato.
Hermanas pobres de estas dos soberanas de la mesa, encontramos la Trufa de Verano (Tuber Aestivum), de cubierta negra y verrugosa y llena de venas blancas en su interior, que pierde casi todo su aroma al ser cocinada; y la poco aromática Trufa Borde o Magenca (Tuber Brumale), de frágil piel negra que esconde una carne gris de gruesas venas.
Su ciclo biológico comienza en la primavera. Con las lluvias primaverales y las tormentas de verano se desarrollan hasta bien entrado el otoño, cuando ya empiezan a madurar, alcanzando tamaños que van desde el de una nuez hasta el de una patata.
Con el invierno adquieren su aroma característico y penetrante, listas para la recolección desde mediados de noviembre hasta mediados de marzo.
En tiempos pretéritos, la trufa se recolectaba, pero no se cultivaba. El lugar secreto donde se escondía se transmitía en silencio, y sólo unos pocos eran capaces de encontrarla. Hubo de pasar muchos siglos, los que separan a los faraones egipcios de la sociedad industrial, para que la agricultura consiguiera imitar a la naturaleza.
Así, el preciado fruto, aliño de las mejores mesas, se acercó a la cocina popular y hoy su aroma puede enriquecer platos domésticos.
En general, la temporada de recolección de las trufas abarca los meses de finales de noviembre hasta mediados de marzo. El proceso para cultivar trufas es complejo e incierto. Se trata de escoger un terreno donde plantar árboles hospederos de unos hongos que a cambio de carbohidratos nutren las raíces con minerales.
Puede resultar, o no. Habrán de pasar al menos cinco años para descubrir la primera señal de éxito que la da el quemado: el espacio donde conviven el árbol y la trufa, y solo ellos. Las demás hierbas desaparecen, expulsadas por el efecto antibiótico que tiene el micelio de la trufa expandido por el suelo y que impide la germinación de otros vegetales.
El fruto es extraño, maduro, estéril. Con un diámetro entre los 3 y los 7 centímetros, puede llegar a pesar 300 gramos, aunque por norma no sobrepase los 50. Su carne es dura, cubierta por una piel fina y rugosa, y desprende un olor fortísimo a tierra fértil mojada. Un aroma intenso, delicado, amargo, perfumado. Inconfundible.
Sólo el olfato amaestrado de un perro (o de un cerdo) es capaz de detectar dónde se oculta la pieza buscada. Transcurridos nueve meses de la plantación, el aroma se revela y con sus patas, el cazador marca el lugar donde se esconde.
No escarba la tierra, pues es necesario un machete para separar los cinco, e incluso diez centímetros de tierra de protección.
Arrancada de la tierra, la trufa comienza a perder cualidades. Su aroma, su principal valor, baja en intensidad por horas. Admite diez días de conservación a una temperatura entre 0 y 2 grados, en recipiente cerrado, pero no hermético, que le permita respirar.
Siempre limpia, cepillada y seca llega a un mercado en el que los precios están marcados por la oferta, siempre escasa, y la demanda, cada año mayor. El kilo de trufa fluctúa semanalmente. Y si un día se pagó a 350 euros, siete jornadas más tarde la cifra puede multiplicarse por diez.
Sólo hay tres meses de subasta en los que coinciden la recolección y la compra-venta de este género único con el que se elaboran recetas y productos exquisitos.
La posibilidad de emplear la trufa con éxito en la cocina es relativamente sencilla. Basta con limpiarla bien y animarse a probar alguna receta. Una elaboración muy popular son los huevos trufados.
Consiste en introducir un pedacito de trufa junto con una docena de huevos frescos dentro de un recipiente de cierre hermético en el frigorífico y mantenerlos así durante 48 horas. De esta manera los huevos quedan impregnados del aroma del hongo, de ahí que se llamen trufados, y la trufa queda intacta y lista para emplearla en cualquier otra elaboración.
La trufa negra transforma los canapés en platos de lujo. Una fórmula es añadir la trufa rallada sobre una tostada de pan con queso. Otra opción es cortarla en láminas muy finas, dispuestas sobre unas lonchas de un jamón ibérico o de bellota, colocadas sobre una rebanada de pan crujiente aderezado con un poco de aceite de oliva virgen extra.
El toque especial de la trufa también se le puede dar a recetas sencillas elaboradas con alimentos cotidianos como la lubina asada con verduras o unos macarrones con salsa de trufas y cebollino.
El valor de la trufa como aromatizador y potenciador de sabores y fragancias ha sido conocido por las culturas mediterráneas a lo largo de toda su historia, aunque el puritanismo del Medievo lo ocultó y los excesos de la Belle Epoque casi la hacen morir de éxito. En el siglo XXI su uso se ha popularizado.
El recetario es extenso y si bien es cierto que la trufa es cara por su escasez, también lo es que sólo el punto laminado o de jugo sirven para dejar patente su presencia y descubrir los secretos del diamante negro de la cocina.
La trufa blanca es el alimento más caro y escaso del mercado, porque encontrarla no es fácil. Se esconde bajo los frondosos bosques del Piamonte italiano. Crece, de manera silvestre, a unos 40 centímetros bajo tierra. Los cazadores de trufas y sus perros se adentran en los bosques. Es el producto más cotizado en el mercado, de octubre a enero.