La pizza, origen e historia

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Toni Castillo
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La pizza… A la mayoría se le nubla el entendimiento cuando se habla de ella, dejados llevar por la gula. Pensamos en nuestra favorita, con esa carne a la brasa, esa salsa barbacoa, auténtica mozzarella o incluso piña, que para gustos los colores. Y, o bien tomamos el teléfono para llamar a nuestra pizzería favorita en busca de una mesa o una comanda a domicilio, o bien nos ponemos manos a la obra en nuestra cocina.

Recientemente la pizza napolitana ha sido declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por el Comité del Patrimonio Mundial del organismo cultural de la ONU.

Hoy en día no hace falta tomar un avión a Nápoles para disfrutar de una buena pizza ni tampoco de una auténtica, aunque hablar de los orígenes de este manjar con sello italiano sea una historia de nunca acabar. Podríamos conversar días y días, preguntar a los conocedores más reputados de este plato, investigar documentación variada y no llegaríamos a una conclusión clara ni unánime. Porque, como en tantas otras ocasiones, contar con precisión la historia y los orígenes de una preparación tan global y pretérita es prácticamente imposible. Aunque vamos a intentarlo.

La pizza, tan antigua como el uso del pan

Teniendo en cuenta que el tomate llegó a tierras europeas en el XVI y hasta finales del XVII la población no lo aceptó como un alimento, el nacimiento de la pizza más básica, formada esencialmente por masa de pan, queso y salsa de tomate, nunca pudo haber tenido lugar antes del siglo XVII. Muy probablemente en Italia y más concretamente en la ciudad de Nápoles. Pero su alumbramiento más primario, dejando a un lado el tomate, sí puede remontarse siglos y siglos atrás en el tiempo. Tantos como la propia elaboración del pan y su uso por parte de la humanidad.

Pueblos antiguos como el griego, por ejemplo, solían preparar panes planos. Masas de cereales de diferentes tamaños extendidas como si de una pizza, una focaccia o una coca mediterránea se tratase, a las que añadían diferentes ingredientes. Es conocido el ejemplo del plakous, pan al que se le añadían plantas aromáticas, ajo y cebolla.

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Se dice también que los soldados persas en la época del tercer rey de la dinastía aqueménida de Persia, Darío I el Grande, se alimentaban de un pan plano. En este se fundía queso y, rematando, se añadían dátiles. O que otras tropas, en este caso las romanas, consumían con gran alegría unas antiguas focaccias, de origen etrusco. De hecho, en las ruinas de Pompeya, la ciudad de la Antigua Roma que quedó arrasada por la erupción del Vesubio, se encontró un pan redondo cortado en ocho porciones que inevitablemente nos recuerda a la pizza. Y Marcus Gavius Apicius, autor del único libro de cocina romana que ha perdurado, De re coquinaria, describía la elaboración de «panes planos aliñados» con ingredientes como el perejil, el orégano o el aceite de oliva. Similar, similar.

Serían panes como el llamado picea, conocido con anterioridad como laganae, el que tiene todas las papeletas para ser el antepasado de la pizza, además de la schiacchiata, la piadina, la farinata y el panelle. La etimología del término "pizza", además, también nos echa una mano. Porque el vocablo hace referencia a ese modo de elaborar la masa, extendiéndola, ya que proviene de "pinsa", participio pasado del verbo latino "pinsere", que significa ‘machacar’, ‘presionar’ o ‘aplastar’.

Pero si nos ceñimos a la base más estricta del plato, la propia masa horneada, el tomate y el queso, viajaremos en el tiempo hasta el siglo XVIII a los arrabales más pobres de Nápoles. Sería en aquel momento cuando se cree que todos estos ingredientes se dieron cita definitivamente dando lugar a la pizza. Las poblaciones humildes de estas zonas vencieron el miedo que se tenía al fruto rojo, que habría llegado a Italia en bajeles españoles considerándose venenoso, y lo añadieron a esos panes planos que preparaban.

De la actualmente conocida como "pizza blanca", a base de esas masas con ajo, perejil y aceite de oliva similar a la receta de la que hablaba Apicius y que se elaboraba también en la ciudad más poblada del sur de Italia en aquel momento, a la pizza contemporánea. El inicio del todo.

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Pizza blanca.

La clave: la conjunción de la masa horneada, el tomate y el queso

Aunque elaboraciones sin algunos de estos concurrentes puedan considerarse antecedentes tal y como comentábamos, la pizza propiamente dicha en su versión más básica no era más que masa horneada, tomate y queso. Una evolución, dicen algunos historiadores, de esa "blanca". Los pioneros en el uso del tomate en estas zonas habrían sido los vendedores de espaguetis, según algunos estudiosos, y los vendedores de "pizzas blancas" simplemente habrían emulado la práctica en sus productos para contrarrestar la novedad de la competencia. La rivalidad habría sido el detonante.

En la primera mitad de ese mismo siglo, Alejandro Dumas, el padre, describiría en una de sus obras la diversidad de ingredientes con los que por entonces comenzaba a prepararse la pizza por esas clases populares: "En Nápoles se elaboraba con aceite de oliva, tocino, queso, tomate y anchoas en salazón". Era el alimento que los más pobres y necesitados comían prácticamente a todas horas. Como desayuno, como comida y como cena. La popular pizza marinara, condimentada con tomate, ajo, orégano y aceite de oliva, un gran clásico napolitano, se habría creado también en la primera mitad del siglo XVIII.

Una pizza que según los más puristas solamente puede elaborarse en un horno de leña, a 485 grados durante no más de 60 a 90 segundos, teniendo una base hecha a mano, un diámetro no mayor de 35 centímetros y un grueso en su centro no superior al centímetro.

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Horno de leña.

 

Tras tantas idas y venidas, poco a poco y sin titubear, la pizza comenzaría a extenderse por Italia y trascendería a las gentes más humildes. Los napolitanos, con su migración, la llevaron consigo a otras partes del planeta. Y la clase aristocrática, con la adopción paulatina del plato, lo terminó de popularizar. Así, poco antes del estallido de la II Guerra Mundial, la pizza pasaría de ser considerada una preparación regional del entorno de Nápoles, a un plato nacional del conjunto de Italia.

Una consideración que terminaría por hacerse fuerte con el aumento de la migración de sus gentes, una vez más. Si los napolitanos habían sido los primeros, ahora el resto de italianos seguían su camino. La exquisitez que en otro tiempo había servido de sustento a las clases más humildes se convertía en una preparación global con mil y una interpretaciones que sin ir más lejos encontramos dentro de la propia Italia.

De las pizzas auténticamente napolitanas, las únicas que reconoce la Associazione Verace Pizza Napoletana, como la marinara y la margherita; esta última atribuida a la supuesta primera pizzería, Port’Alba, existente en la actualidad, y a la elección de una reina, Margherita Teresa de Saboya, esposa del rey Umberto I, por su similitud con la bandera del país. Pasamos a pizzas también italianas como la romana, elaborada con una masa más fina y crujiente sobre la que se coloca sólo aceite de oliva, sal y romero. O la amplia variedad de elaboraciones que pueden encontrarse en el resto de Europa, Estados Unidos, América Latina, Asia, Oceanía y en prácticamente cualquier parte.

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Pizzería Port’Alba.

La pizza más allá de Italia

Con la internacionalización del producto, en cada rincón del planeta han ido surgiendo nuevas variedades de pizza. Por eso vamos a salir de la península itálica y abandonar las recetas más clásicas para montarnos con gran apetito en un avión. ¿Destino? Estados Unidos y, más concretamente, Nueva York.

La oficiosa capital del mundo ha recibido a lo largo de su historia a un buen número de italianos. Muchas de sus calles se han convertido en pequeñas vias italianas y pizzerías como Lombardi’s, abierta desde 1905 en el barrio Little Italy, se han convertido en populares embajadas gastronómicas. Sobre una base de masa gruesa con mozarella, tomate y albahaca, un buen número de ingredientes de toda clase pueden caer.

Sin embargo, en los inicios, estos lugares serían coto de italiano. Su popularidad trascendió a la diáspora itálica con la vuelta de las tropas estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial. Cuando los soldados americanos, acostumbrado a comer este plato durante la contienda en Europa, corrieron a estos barrios y negocios en busca de más. La demanda inevitablemente creció. Y su fama.

Visto el negocio, en poco tiempo surgirían las franquicias, propagándose todavía más la especialidad con Shakey’s Pizza, la primera cadena, y sobre todo con Pizza Hut, que empezó en 1958. Nació con ellas el concepto fast food aplicado a este plato tradicional, especialmente cuando la sociedad comenzó a ir mayoritariamente sobre ruedas. La pizza terminó también por congelarse, literalmente, cuando los hermanos Celentano patentaron en la década de los cincuenta la primera congelada. Y en los ochenta, con las pizzas para llevar, se inventó el guardapizza. Esa curiosa pieza de plástico con forma de mesa diminuta que sirve para que la tapa de las cajas no entre en contacto con el alimento.

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Edificio donde se abrió en 1958 el primer Pizza Hut en Wichita.

 

Nuestro viaje pizzero, tras el aporte de cultura general, bien podría continuar en lugares donde la pizza ha trascendido todavía más la tradición italiana clásica, situándose fuera de contexto.

Podemos quedarnos en el país de las barras y las estrellas probando las pizzas que suelen hacer en Chicago, de borde alto y grueso al estilo de un pastel, en la que suelen usar mantequilla. Dirigirnos al norte para entrar en Canadá, donde se perpetró la famosa y discutida pizza hawaiana en los años sesenta. Podemos cruzar de nuevo el charco hasta llegar a Londres, donde varias pizzerías contemporáneas han adaptado el plato con productos del Reino Unido, en una curiosa fusión culinaria entre europeos. Cruzar de nuevo el Atlántico, para ir a Buenos Aires, donde las pizzas al estilo argentino, con masa más gruesa y más queso son un clásico. O quedarnos en España, donde Jesús Marquina prepara en Tomelloso, Ciudad Real, pizzas tan sorprendentes como la de rabo de toro en tres texturas.

 

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Toni Castillo