Dos reyes de la gastronomía francesa y mundial se han ido directamente al cielo en los últimos 6 meses. El primero fue el mítico chef Paul Bocusse, el 20 de enero pasado, y ahora, el 6 de agosto, el multiestrellado Joël Robuchon, considerado por la guía Gault-Millau, el chef del siglo XX y condecorado con 32 estrellas en la Michelin. El sector restaurador francés se ha quedado huérfano, después de estas huídas de Bocusse y Robuchon al "nuevo" mundo, al más allá, a dónde un día u otro todos nos debemos encontrar para el descanso eterno.
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Francia, sin Bocusse no hubiera sido lo que es en la actualidad. Su “revolución”, transformada en la nueva cocina de Francia, no hubiera dado paso a la modernización y puesta al día de una restauración que languedecia a mitad del siglo pasado, sin verse ninguna luz en el horizonte que hiciera presumir que el orgullo francés no estaba en decadencia. Bocuse ha sido y continúa siendo el espíritu de los fogones galos, del chauvinismo moderado, pero también del chauvisno patriótico de los fogones; de un emblema que encabezaba y lo continúa haciendo, la gastronomía y la cultura de la mesa francesa.
De Paul Bocusse solamente ha nacido uno. Y, éste, es el de Collonges-au-Mont-d'Or, lugar donde vió la luz el 11 de febrero de 1926, y murió el 20 de enero de 2018, dejando un interminable legado profesional que ha marcado escuela para muchos discípilos que hoy en día son grandes maestros de las artes culinarias de los fogones de medio mundo.
Siguiendo el ejemplo de Fernand Point, el padre espiritual de la nouvelle cuisine y mentor de muchos de sus pioneros, Bocuse moldeó un estilo de cocina en el restaurante que hacía énfasis en los ingredientes frescos, las salsas más ligeras, las combinaciones inusuales de sabores y la innovación constante que, en su caso, se basaba en un dominio sólido de la técnica clásica.
Sus platillos distintivos no solo complacían al paladar: también seducían la mirada y avivaban la imaginación. Rellenaba robalo con mousse de langosta y lo envolvía con escamas y aletas hechas de hojaldre. Alguna vez escalfó una gallina de Bresse trufada dentro de una vejiga de cerdo.
El plato más famoso era la sopa de trufas, apodada la Valery Giscard d’Estaing, o V. G. E., una mezcla embriagadora de trufas y paté de hígado de ganso en caldo de pollo, horneada en un tazón individual cubierto de pasta hojaldre. La primera vez que sirvió esta sopa fue en el Palacio del Elíseo en 1975 y fue bautizada con el nombre del entonces presidente francés, quien acababa de otorgarle a Bocuse la distinción de la Legión de Honor.
La gastronomía francesa, sin Joël Robuchon, tampoco hubiera sido lo que es. El chef más estrellado del mundo, también ha dejado un hueco difícil de suplir en el firmamento gastronómico francés. Se ha ido el gran mestro de las artes del yantar, de la cocina hecha cultura. De la cultura hecha cocina. Robuchon, que nació en Poitiers, era conocido por sus platos hechos con puré de papas. Tenía restaurantes en ciudades como Tokio, Bangkok, Shanghái, Mónaco y Las Vegas. El chef ganó su reputación con su restaurante Jamin, en París, a principios de los años 80 y se convirtió en mentor del cocinero británico Gordon Ramsay y el francés Éric Ripert.
En el mundo de la cocina se le conocía como un perfeccionista y por usar pocos ingredientes, por mantener un estilo de preparación simple y por evitar los excesos de la nouvelle cuisine francesa. "Cuanto más mayor me hago, más me doy cuenta que cuanto más simple es la comida, más excepcional puede ser", aseveró el chef en una entrevista realizada en 2014.